martes, 26 de octubre de 2010

ENTRE FOGONES


            Dado que mi madre, María Riquelme Sebastián (La Roja), tuvo un restaurante bar que atendíamos familiarmente, yo aprendí a cocinar fijándome en ella, pero sin practicarlo, porque mi quehacer era la atención del servicio, motivo por el cual muy poco practiqué el arte culinario, no sin que por ello desconociera los pequeños gajes del oficio y demás artimañas con las que se logra dar el gusto característico y originario a los guisos y viandas, es decir, el toque maestro responsable del mayor o menor éxito. Fue a raíz de perder la soltería, hace casi tres décadas, cuando empecé a poner en práctica todo lo que hasta entonces había observado en mi madre, abuela y demás gentes del entorno familiar y de la vecindad, aprendiendo con la práctica, la cual me deparó un éxito inesperado y circunstancial, en el ámbito culinario regional. Sucedió que en el año 1988, el diario La Verdad de Murcia, organizó el I Concurso Gastronómico de la Región, con el fin de recuperar la cocina autóctona, al cual concurrí con dos recetas: “El zarangollo de boquerones” (un plato de la zona ribereña del Mar Menor, muy parecido a lo que en otros lugares llaman “la olla empanada”), y las toñas de Abanilla. De entre las setecientas recetas presentadas hicieron una selección previa para la fase final, atendiendo a las características peculiares, a la economía y a su facilidad de elaboración. Fui nominada con “el zarangollo de boquerones”. Las pruebas se efectuaron en los primeros días del mes de enero de 1989 y el fallo del jurado de expertos me otorgó LA OLLA DE ORO.
            Con la obtención del citado galardón, un tanto inesperado, empecé a interesarme más a fondo por el arte culinario, incluso llegué a intentar leerme un antiguo libro de cocina, bastante gordo, aburrido y amarillento, que llevaba el bibliobús regional, cuya autora ostentaba el título nobiliario de marquesa, cuyo nombre no acabo de recordar. Tras ojearlo pude comprobar que lo que allí se reflejaba, o ya lo sabía o era de una cocina un tanto selecta, alejada de lo popular, por lo que no me dio pábulo a ponerlo en práctica, pero sí que me fijé en ciertos detalles que yo ya había observado, a la ligera, en personas de mi entorno y que normalmente no figuran en los pomposos recetarios de cocina que se editan para decorar los aparadores y bibliotecas. Como el relato de estos pequeños detalles culinarios alargaría demasiado este escrito, los dejaremos para otra ocasión, citando como anecdóticos el del guiso de alubias con ancas de rana, muy popular en tiempos relativamente cercanos, en la vecina ciudad de Orihuela, amén de la anotación siguiente: y se pueden consumir durante la Cuaresma porque se consideran pescado. También recuerdo haber leído en una revista, que el famoso cocinero francés Escoffier, denominaba a las extremidades de estos anfibios, “muslos de ninfa”, porque los franceses, de toda la vida, son muy refinados en lo culinario, incluso en su terminología, lo que les hace acreedores de la fama de su cocina.
            De mis experiencias entre fogones he podido deducir, que nuestra cocina autóctona es alérgica a la mantequilla, logrando sus exquisitos e inigualables sabores con el aceite puro de oliva, porque actualmente la manteca de cerdo no sabe como la de antes, ni los corderos criados con piensos, por lo que se hace necesario recurrir a las aves y conejos de corral, no engordados con aditamentos artificiales, para obtener los sabores y los olores de antaño. Si las condiciones organolépticas de las materias primas empleadas, son primordiales para la obtención de un buen guiso, la meticulosidad en su elaboración, paso a paso, no lo son menos, sin olvidar la correcta condimentación, en su justa medida, que normalmente se calibra en “pizcas” (cantidad que se coge entre la punta de dos dedos), pues tanto el exceso como el defecto suelen arruinar el resultado. La calidad de los productos, que no se mide por el tamaño, contribuye en mucho al buen éxito, aunque con medianas calidades el buen hacer se consiguen resultados aceptable, que no milagros.
            A estas alturas del relato, el lector ya habrá intuido que, en definitiva, lo que trato es de concluir alabando a los productos autóctonos, criados a la vieja usanza, es decir, lo que ahora se distingue con el etiquetado de “ecológico”, a la vez que invito a las nuevas generaciones a que no traten despectivamente, como obsoleto y anticuado, el saber de las abuelas, porque en él se encierra la filosofía de toda la vida, aquella que trataba de mitigar las necesidades vitales con lo que da la tierra, haciéndola nutritiva y agradable al paladar. Y que se ha demostrado que es buena para la salud y la denominan “dieta mediterránea”. Dicen que el espíritu no se alimenta de la materia, pero a lo mejor le gusta olerla, porque Santa Teresa dijo que Dios también está entre los pucheros.

Mª ÁNGELES MARTÍNEZ RIQUELME

Publicado en la revista Musá Ben Nusayr de2009    

LOS FRUTOS DE LA HIGUERA: HIGOS BREVAS Y MACOCAS

           
            La higuera es un árbol frutal el cual da dos frutos: la breva y el higo. Yo considero a las brevas como el primer fruto que dan algunas variedades de higueras, es decir, como unos higos adelantados. Su aprovechamiento es total, tanto en su periodo de maduración como posteriormente, no requiriendo para su conservación refrigeración artificial, sino su secado natural. Tanto las brevas como los higos tienen las mismas propiedades y características alimenticias y lo único que les diferencia de maduros a secos (deshidratados), es la cantidad de agua. Estos frutos de alto contenido en azúcares (hidratos de carbono) y fibra, han constituido en épocas no muy lejanas, un alimento básico en la dieta mediterránea, muy apropiado para suministrar al cuerpo la energía necesaria en el desempeño del esfuerzo físico requerido para las labores y el trabajo cotidiano, siendo un buen regulador intestinal que evita el estreñimiento.
            Las brevas y los primeros higos, por lo general, se consumen en fresco, cuando empiezan a rayarse. Los que no se cogen se dejan en el árbol, hasta que alcanzan la plena madurez y empiezan a secarse, momento en el que se recolectan y se colocan extendidos al sol, para que terminen de deshidratarse, con lo que adquieren textura arrugada y pierden más de la mitad de su peso. Aunque las enciclopedias definen como “macoca” a una variedad de breva que se cría en la región de Murcia, aquí entendemos por “macoca” a la breva ya seca. En el argot popular también se emplea el dicho de “estas macoco ó macoca”, aplicado a las personas de pronunciada delgadez y piel arrugada, por similitud con la breva seca.
            Tanto las macocas como los higos secos, se solían guardar colocados en cajas de madera o cestos de esparto, debidamente espolvoreados con harina de trigo, cebada o centeno, con granos de hinojo, debidamente compactados y almacenados en algún lugar de la casa fresco y seco. Con las macocas y los higos grandes se hacían las “jareas”, partiéndolos por la mitad, en sentido longitudinal, introduciéndole en su interior granos de hinojo o anís. Se juntaban las dos mitades y se guardaban de igual manera. Se solían consumir en el invierno, cuando no abundan las frutas frescas del verano. Los excedentes que no se reservaban para el consumo humano y los que se desprendían del árbol, picados por la mosca de los frutales, se destinaban para alimento de los cerdos, e incluso, cortados a pedazos, para las aves de corral; gallinas y pavos.
            La forma más tradicional y generalizada de elaborar esa añorada confitura, de origen árabe, llamada arrope, es con el mosto de la uva, antes de que comience la fermentación etílica (obtención del vino), poniéndola a cocer, juntamente con trozos de calabaza, melón, membrillo, manzana u otras frutas (previamente puestas a remojo en agua de cal), hasta que el caldo alcanza casi la consistencia del punto de hebra del almíbar. Si se elabora en su punto correcto su conservación no requiere refrigeración alguna, de lo contrario puede empezar a agriarse. También existe otro medio para elaborar el arrope, partiendo de higos y macocas. Se ponen a remojo y cuando se blandean se cuecen hasta que el higo desprende todo su jugo. Después se cuela y se separa el caldo de la pulpa. Este caldo se pone a cocer y se sigue el mismo procedimiento descrito para el mosto de la uva. Personalmente he hecho arrope de higos y está igual de bueno que el de mosto, aunque con su sabor característico.
            La higuera, árbol que requiere un mínimo laboreo agrícola, ha sido de gran utilidad alimenticia en nuestra dieta mediterránea y en el sistema autárquico de la economía doméstica. La abundancia de las higueras en nuestra villa, hasta el pasado más reciente, era notoria. En algunas disposiciones concejiles del siglo XVI, consta la prohibición de que el ganado sesteara en las higueras durante el estío, porque causaban gran perjuicio a estos árboles, dado que se comían sus frutos y el ganado caprino incluso las hojas. El cultivo de la higuera está en decadencia, dado que sus frutos han dejado de tener esa utilidad estratégica en la economía familiar propia de la autarquía. En la medicina popular, la leche cocida con higos o macocas ha sido un buen paliativo para curar la tos y otras afecciones de la garganta, hasta la aplicación de los fármacos de laboratorio. Las brevas, en fresco, todavía alcanzan buenos precios en las tiendas y mercados, aunque mucho menor en origen, siendo ésta una de las razones por lo que todavía se cultivan en algunos lugares.
            En los países poco desarrollados del Norte de África, de Arabia y del Oriente próximo, la higuera y la palmera siguen siendo de gran utilidad, por la facilidad de conservación de sus frutos y porque con dos higos, algunos dátiles y un litro de agua, una persona puede cubrir sus necesidades mínimas de subsistencia en una jornada, sin sufrir ninguna molestia en su tracto intestinal. Cualquier apología del pasado evidencia la añoranza de nuestra juventud, no porque se viviera mejor, sino porque se gozaba de mayor vitalidad y menos años. La juventud se lleva en el alma, pero el pasado cabalga inexorablemente sobre nuestras espaldas. Y dijo Jesús a sus discípulos: “Cuando veis brotar la higuera sabéis que se acerca la primavera…” En Abanilla, cuando brota la higuera, se acerca La Pasión que institucionalizó la Cruz, como nuestra enseña festera, cuya fiesta precede de inmediato.

María Ángeles Martínez Riquelme
Publicado en la revista cultural Musá Ben Nusayr, de 2004