Dado que mi madre, María Riquelme Sebastián (La Roja), tuvo un restaurante bar que atendíamos familiarmente, yo aprendí a cocinar fijándome en ella, pero sin practicarlo, porque mi quehacer era la atención del servicio, motivo por el cual muy poco practiqué el arte culinario, no sin que por ello desconociera los pequeños gajes del oficio y demás artimañas con las que se logra dar el gusto característico y originario a los guisos y viandas, es decir, el toque maestro responsable del mayor o menor éxito. Fue a raíz de perder la soltería, hace casi tres décadas, cuando empecé a poner en práctica todo lo que hasta entonces había observado en mi madre, abuela y demás gentes del entorno familiar y de la vecindad, aprendiendo con la práctica, la cual me deparó un éxito inesperado y circunstancial, en el ámbito culinario regional. Sucedió que en el año 1988, el diario La Verdad de Murcia, organizó el I Concurso Gastronómico de la Región, con el fin de recuperar la cocina autóctona, al cual concurrí con dos recetas: “El zarangollo de boquerones” (un plato de la zona ribereña del Mar Menor, muy parecido a lo que en otros lugares llaman “la olla empanada”), y las toñas de Abanilla. De entre las setecientas recetas presentadas hicieron una selección previa para la fase final, atendiendo a las características peculiares, a la economía y a su facilidad de elaboración. Fui nominada con “el zarangollo de boquerones”. Las pruebas se efectuaron en los primeros días del mes de enero de 1989 y el fallo del jurado de expertos me otorgó LA OLLA DE ORO.
Con la obtención del citado galardón, un tanto inesperado, empecé a interesarme más a fondo por el arte culinario, incluso llegué a intentar leerme un antiguo libro de cocina, bastante gordo, aburrido y amarillento, que llevaba el bibliobús regional, cuya autora ostentaba el título nobiliario de marquesa, cuyo nombre no acabo de recordar. Tras ojearlo pude comprobar que lo que allí se reflejaba, o ya lo sabía o era de una cocina un tanto selecta, alejada de lo popular, por lo que no me dio pábulo a ponerlo en práctica, pero sí que me fijé en ciertos detalles que yo ya había observado, a la ligera, en personas de mi entorno y que normalmente no figuran en los pomposos recetarios de cocina que se editan para decorar los aparadores y bibliotecas. Como el relato de estos pequeños detalles culinarios alargaría demasiado este escrito, los dejaremos para otra ocasión, citando como anecdóticos el del guiso de alubias con ancas de rana, muy popular en tiempos relativamente cercanos, en la vecina ciudad de Orihuela, amén de la anotación siguiente: y se pueden consumir durante la Cuaresma porque se consideran pescado. También recuerdo haber leído en una revista, que el famoso cocinero francés Escoffier, denominaba a las extremidades de estos anfibios, “muslos de ninfa”, porque los franceses, de toda la vida, son muy refinados en lo culinario, incluso en su terminología, lo que les hace acreedores de la fama de su cocina.
De mis experiencias entre fogones he podido deducir, que nuestra cocina autóctona es alérgica a la mantequilla, logrando sus exquisitos e inigualables sabores con el aceite puro de oliva, porque actualmente la manteca de cerdo no sabe como la de antes, ni los corderos criados con piensos, por lo que se hace necesario recurrir a las aves y conejos de corral, no engordados con aditamentos artificiales, para obtener los sabores y los olores de antaño. Si las condiciones organolépticas de las materias primas empleadas, son primordiales para la obtención de un buen guiso, la meticulosidad en su elaboración, paso a paso, no lo son menos, sin olvidar la correcta condimentación, en su justa medida, que normalmente se calibra en “pizcas” (cantidad que se coge entre la punta de dos dedos), pues tanto el exceso como el defecto suelen arruinar el resultado. La calidad de los productos, que no se mide por el tamaño, contribuye en mucho al buen éxito, aunque con medianas calidades el buen hacer se consiguen resultados aceptable, que no milagros.
A estas alturas del relato, el lector ya habrá intuido que, en definitiva, lo que trato es de concluir alabando a los productos autóctonos, criados a la vieja usanza, es decir, lo que ahora se distingue con el etiquetado de “ecológico”, a la vez que invito a las nuevas generaciones a que no traten despectivamente, como obsoleto y anticuado, el saber de las abuelas, porque en él se encierra la filosofía de toda la vida, aquella que trataba de mitigar las necesidades vitales con lo que da la tierra, haciéndola nutritiva y agradable al paladar. Y que se ha demostrado que es buena para la salud y la denominan “dieta mediterránea”. Dicen que el espíritu no se alimenta de la materia, pero a lo mejor le gusta olerla, porque Santa Teresa dijo que Dios también está entre los pucheros.
Mª ÁNGELES MARTÍNEZ RIQUELME
Publicado en la revista Musá Ben Nusayr de2009